Los recuerdos, el azar, el amor.
En una época, ya a esta altura difícil precisar el año, tomaba un colectivo cuando salía de la Escuela Especial 508 de Ciudad Evita, a eso de las 4 y media de la tarde. Era un colectivo de la línea 180 que pasaba por la esquina de ese barrio de monoblocks amontonados, que después de la caída del sol se convertía en peligroso; todos los arrebatadores, pendencieros, fisuras y demás tenían como un acuerdo tácito con la comunidad: salían al atardecer después de las seis a realizar sus fechorías, cuando ya todos los chicos y chicas habían salido de la escuela y estaban a salvo en sus humildes casas. Bajaba del 180 en Primera Junta, rara zona de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, una mezcla de Liniers y Palermo en su justa medida, y me dirigía decidido e infalible hacia esa especie de plazoleta que hay en Rivadavia entre Del Barco Centenera y Cachimayo; ahí se encontraban como esperándome una decena de puestos de venta de libros nuevos y usados. 5 o 6 años antes había atravesado con los ojos ciegos bien abiertos y en velocidad, una relación que me había dejado trastabillando, con una dama con quien tenía la fantasía de volver a cruzarme alguna otra vez en la vida. Así es que me adentraba en la plazoleta y recorría los puestos en busca de determinados libros, con la dama en cuestión habíamos intercambiado algunos y hablado de ciertos autores. Por ahí iba la búsqueda, el plan era "cuando nos volvamos a encontrar voy a ser un erudito en relación a sus autores favoritos, la voy a impresionar tanto que no tendrá más alternativa que reveer esa decisión de no querer saber nada más de mí". Entonces compraba libros de Sam Shepard y Bukowski; en una oportunidad argumentando que debía comprar un ejemplar para obsequiar le pregunté a un librero como de 60 años, ropa gastada y boina verde botella qué autor le podia gustar a alguien que leía a Shepard y Bukowski (a los libreros, sobre todo si no hay ningún otro cliente a 100 metros a la redonda, les encanta recomendar lecturas), así que salió del puesto, empezó a leer los títulos de los ejemplares como si no fueran suyos y dijo "si lee eso le debe gustar Burroughs y Salinger". Salí de la plazoleta munido de "El almuerzo desnudo" y "El guardián entre el centeno". Como cada viaje en colectivo me insumía alrededor de 1 hora, en 3 días ya los había leído y volví por más. Desde tiempos inmemoriales me produce culpa comprar cosas, desde un alfajor a una casa (algún discípulo de Freud me escuchará y opinará al respecto algún día), a excepción de libros, jamás tengo culpa de comprarlos, es más me produce orgullo. Volví al puesto del señor con boina verde botella y sospecho que se había avivado que no eran para regalar los libros que llevaba y me recomendó alguno de Paul Auster, llevé dos "El País de las últimas cosas" y "Ciudad de cristal"; a la semana compré "El palacio de la luna" y "Fantasmas"; después "Leviatán", "Mr vértigo" y "Tombuctú", a esa altura ya era un fanático de la increíble prosa de Don Auster. Pedía sus libros como "este de Pol Auster", hace muy poco me enteré que se dice Oster su apellido. No volví a cruzarme con esa mujer que había inspirado la lectura y sin querer me había hecho conocer escritores que llegué a admirar profundamente, pero cada vez que salía un libro de Paul Auster intentaba tenerlo y coleccionarlo. Los últimos que leí de él fueron "La invención de la soledad", "El cuaderno rojo", "Invisible" y "4321". Nunca pude agradecerle el placer que me provocaron sus obras, lo hermanado que llegué a sentirme con él, con sus personajes y con los paisajes que creaba, la euforia que me provocaba terminar sus libros y querer empezar ya con otro, todo lo que me enseñó acerca del doble filo de los recuerdos y el azar y el amor como juegos de la vida. Me enteré que estaba atravesando una dura enfermedad y que ayer falleció a los 77 años. Cristina, mi hermana cómplice también en la lectura, me envió un mensaje para avisarme, le contesté de la tristeza que me provocaba esa noticia. A Euge, mi compañera, aquel amor que perdí y volvía a encontrar después de tantos años, cuando hoy vino a merendar y subíamos las escaleras hacia mi departamento le comenté de la muerte de mi apreciado Paul y me contestó "sí leí esa triste noticia hoy a la mañana".
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