Gente seria, gente idiota


Nunca en mi vida corrí detrás de un transporte público, y no solamente por pereza. Ocurre que durante las esperas (ya vendrá otro tren, ya pasará un nuevo avión) es donde se me ocurren las mejores cosas, las canciones tontas, las teorías más interesantes. Siempre creí que las personas que corren para llegar le tienen pánico al tiempo muerto. Miedo a pensar boludeces.
Me pasa lo mismo cuando veo gente hiperactiva. ¿Qué hace ese muchacho, un sábado a la tarde, subido a una escalera, arreglando el fluorescente de la cocina, yendo a la ferretería, consultando libros de electricidad? Cristina piensa que eso es ser un buen marido. Yo le explico que no, que esa clase de esposo (en apariencia funcional) lo que tiene es miedo a quedarse tirado en el sofá, descubriéndose. ¿Para qué quiere una mujer un marido incapaz de reencontrarse consigo mismo?
—Yo lo que quiero es reencontrarme con algo que funcione bien en esta casa —se sulfura ella, que todavía no descubrió la suerte que tuvo al dar conmigo.
Digámoslo de una vez: compartimos el cerebro con un idiota. Los jóvenes empresarios, por ejemplo, intentan por todos los medios que no se les note, que el idiota no se interponga en medio de los negocios. Maniatar al tarado es fácil: hay que comprar cosas en El Corte Inglés, leer libros de management y jugar al golf, que es un deporte tan serio que ni transpirás. El idiota primero se duerme y después cae en coma. Yo conozco muchísima gente que no entiende los chistes, por ejemplo. Y es que tienen dormido al idiota.
El idiota es todo corazón. Y nosotros somos pura cabeza. La cuestión es saber equilibrar. Fíjense ustedes la diferencia que hay entre un tipo que corre atrás de un tren porque está llegando tarde al trabajo, de otro que corre porque quiere cenar puntual con una rubia. Qué seriecito corre el primero (agarrándose la corbata incluso, como si se le fuera a escapar), y qué despatarrado el otro, qué idiota más feliz.
Hay dos cosas horribles que pueden pasarnos con este compañero de cerebro. Una es que se nos muera por falta de charla. Y otra es que se adueñe de nosotros, como le pasa a cantidad de gente. Por eso hay que conversar mucho con él, y darle aire, pero más que nada cuando estamos solos. O cuando estamos con un perro o con un bebé.
Con las mascotas, con los amigos de la infancia y con los hijos chiquitos jamás hablamos normalmente. Al perro le decimos "cache, cache el hueso, ¡sentadito! a ver la pata", y a los hijos chiquitos les decimos"ahora tá, ahora no tá" mientras aparecemos y desaparecemos por detrás de la cortina. El que habla, en esos casos, es el idiota. Porque no hace falta usar la cabeza para charlar con los amigos más cercanos y con la gente chiquita: sobra con usar el corazón. Lo mismo pasa con la gente que está en el principio de una relación amorosa; en vez de Juancarlos y Ernestina se llaman a sí mismos "mi canelón" y "mi boloñesa". Confianza y serenidad.
En el trabajo —en cambio— actuamos diferente. Yo por ejemplo digo cosas muy tristes como "estamos intentando diversificar". Ayer, sin ir más lejos, le dije a uno que me miraba:
—Me estás trayendo una solución estructural, cuando el problema es evidentemente de coyuntura.
Me da acidez decir esas cosas, me doy asco, y la mayoría de las veces no sé qué estoy diciendo, pero hablo así para que después alguien venga y me dé un cheque. Pero lo peor es que sé muy bien que el idiota, escondido, está escuchando todo y después —a solas mientras espero un tren— se burlará de mí.
Machado, que equilibraba muy bien a sus dos inquilinos, lo explica mucho mejor que yo:
«Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a dios un día—;
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía».
El segundo verso de este fragmento me maravilla. Hablar con tu idiota —viene a explicarnos Machado— es tener esperanza de que hay algo más, en este mundo o en el otro. "Quien habla solo espera hablar a dios un día". Mientras que en el cuarto verso nos acerca la idea de que la bondad, la poca o mucha que podamos alcanzar, viene de allí, de ese pozo oscuro que algunos se empeñan en taponar con la tierra seca de la solemnidad. Yo creo lo mismo; por eso desconfío terriblemente de la gente que deja dormir al idiota para que no moleste en las reuniones.
En Orsai (ya lo habrán descubierto) a veces escribo yo y a veces escribe él. Robin Williams se dejaba la barba para hacer películas tristes, y se la afeitaba para hacer comedias. Yo también utilizo un guiño, una contraseña para los lectores. Cuando escribo yo, jamás, pero jamás, uso signos de admiración. Al idiota, en cambio, le encantan esos garabatos.
Hoy tenía pensado escribir algo que reconciliase los ánimos entre los lectores españoles y argentinos, después de la marabunta feroz de los últimos comentarios. Un tema común, algo con lo que resulte improbable disentir. Por ejemplo Los Ingleses, esos ladrones de peñones y de islas.
Pero hace un rato descubrí que la pelea de ayer no fue entre argentinos y españoles, sino entre gente seria y gente idiota. Lo descubrí en un tiempo muerto, en el taxi que me traía a la oficina. Me lo susurró, como siempre, el tarado que me acompaña a todas partes.

HERNAN CASCIARI, MIÉRCOLES 21 DE JULIO, 2004


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