No era ese el bar
Dejo a Theo en Tenis de mesa
en la escuelita del Instituto Nichia Guakin (Yatay y Díaz Vélez), por fortuna
también llegaron temprano, recién son las 17,50 hs, sus compañeros de la Escuela
Rosario Vera Peñaloza culpables en gran medida de que mi niño practique ese
deporte ahí.
Salgo en dirección a Díaz
Vélez y al llegar dudo si tomar hacia la derecha o izquierda. Hacia la derecha
hay 2 bares que a esta hora casi nunca
tienen medialunas, así que me decido por ir hacia el lado de Parque Centenario.
Camino 2 cuadras para ingresar al bar que está en la esquina confiado con que
es el mismo al que ya vine en otra oportunidad. Elijo una mesa del fondo que da
a un ventanal, esas son las mejores mesas de los bares, y veo que el mozo no es
el mismo de la otra vez; este está con camisa, chaleco y moño, el ñato del otro
día tenía una remera negra manga larga de Almafuerte y era sensiblemente más
ameno en el trato. Contesto “café con leche, más leche que café y tres
medialunas de manteca”, cuando me pregunta que deseo; en realidad deseo
bastante más, pero en este momento con la lágrima grande y las facturas me
conformo. El tipo está cansado (quizá esté terminando su turno laboral),
afligido (el sueldo de mozo no debe ser sustancioso) y/o malhumorado (quizá sea
hincha de Rasin). Así que me sirve la merienda como quien sacude un mantel
luego de comer sanguchitos, casi arroja la taza (por suerte vacía), el platito
para la taza, el platito con las medialunas y el vaso con agua. Sirve el café
mientras masculla algo parecido a “dígame cuanto de café”; le hago con la mano
que está bien así y comienza a llenar la taza con leche. Lo miro como para
decirle “¿por qué no buscás un trabajito que te produzca un mínimo placer?”,
pero me arrepiento al instante y pienso que el pobre tipo ya tiene demasiado
como para ponerse a plantear la crueldad del destino para con él.
Una dama llama al camarero de
a bordo con ganas de ahogarse y le solicita la cuenta, como está justo detrás
mío no puedo verla, pero escucho con claridad que se queja del precio del café
y la medialuna que consumió, ni en sueño habrá propina en esa mesa.
Justo frente a mi mesa se
acomodan 3 chicas con aspecto de pobres y desesperadas jóvenes, digamos unos 25
años, una con botas bucaneras y un top debajo de la campera de cuero; otra con
jean bien ajustado y remera sumamente escotada y una especie de moño/pañuelo
azul; a la otra no la veo bien. Están acompañadas por un tipo obeso con pinta
de tránsfuga: camisa gris apenas abrochada en 3 botones (los de abajo),
pantalón pinzado y zapatos de cuero negro. Posa un celular del tamaño de una
tablet chica en la mesa mientras clava la mirada, precedida por anteojos con un
aumento considerable, en la muchacha de jean que parece no muy convencida con
la perorata del pseudoempresario. Dice cosas como “el 50 % es tuyo, de martes a
domingo tenés laburo asegurado”, “de los tipos olvidate, gente de confianza; si
alguno se zarpa nos llamás y estamos en 2 minutos”, “como está todo tenés
suerte de caer conmigo Carla, sabés lo jodido que está?”, “y qué querés con
este gobierno, si son todos garcas”,“un agua sin gas, dos cocas y un cortado”,
“no, no, no tenés que bancarte cosas así, conmigo es blanco o negro”, “de seis
de la tarde a seis de la mañana me llamás cuando quieras, te pase lo que te
pase, si no venís por algún problema avisame enseguida, es que armo la grilla
un día antes, tenemos muchos clientes fijos, todos buena gente, profesionales
que quieren desconectarse un rato”, “después de las 6 de la mañana soy padre,
ahí sí que no me jodan; llevo a los chicos a la escuela, a mi jermu a la
clínica y duermo hasta las 3 o 4 de la tarde”. La muchacha se siente incómoda,
como presagiando lo mal que la va a pasar al acostarse con todos los tipos que
le consiga el turro que habla, toma gua, escupe, se limpia la nariz exagerando
el ruido y gesticula, todo junto; alcanza a decir con voz de nena “un tiempo
nada más, me acomodo y largo, pensalo, ponete en mi lugar...”. Creo que está llorando.
Estoy sumamente tentado en
pararme frente a ella y decirle que el gordo es un embaucador que vive gracias
a alquilar chicas como ella, que cualquier otra alternativa es mejor (si tiene
alguna), pero escucho que el explotador sexual arremete con “cinco, seis lucas
te puedo dar ya, de eso olvidate; si querés cambiar el celular te doy este
hasta al viernes que te traigo el nuevo que te dije”, logrando ahogar el llanto aquel.
Para canalizar la culpa ante
el déficit de valentía que me aqueja, le pregunto al señor (que jamás será el
empleado del mes con esa actitud) la clave Wi-Fi y responde mirando hacia otro
lado “no tenemos internet”.
Se me enfrió el café con
leche, las medialunas son pura miga y el agua es con gas. Es triste, el bar al
que había ido unos martes atrás está una cuadra más allá, sin duda.
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