En los labios del río

 


En los labios del río

“Cómo se nombra en guaraní,

quédate siempre amor,

que hombre habría de nacer

cuando asome el sol”.

Santo Tomé – Acorazado Potemkin

 

En el norte Santa Fe, existió un pequeño e inverosímil pueblo llamado Tacuarendí, que se caracterizaba por no tener nada que sobresaliera o deslumbrara. Sin embargo, de ahí surgió una leyenda popular que quedó por siempre en la memoria de muchas personas, entre otras Alberto. Ahora, en una coqueta residencia geriátrica del barrio de Villa Crespo, se lo podía encontrar disfrutando del merecido descanso del guerrero. De vez en cuando, sus seis hijos lo visitaban, sin un orden predeterminado; había meses en que no aparecía ninguno y fechas en las cuales eran tantos que debían salir al patio o galería interna para no molestar a los demás internos y familiares.

Entabló una relación cercana y confidente, casi de amistad, con Bruno, antiguo jefe de artillería caído en desgracia y degradado por no compartir y acompañar decisiones de sus superiores en lo concerniente a la tortura y desaparición de personas; tuvo que exiliarse más de 10 años en México, para evitar ser una víctima más de ese poder oscuro y perverso que manejaba los destinos de la Nación por esos años. Había una historia que perseguía a Alberto, que tenía una característica trágica, quien la contaba invariablemente fallecía a los pocos días, como un secreto maldito, una desgracia hecha narración. Cuando estuvo preparado, sin ganas de seguir discutiendo con enfermeras malhumoradas y convivientes resignados y olvidados, decidió contarle por fin a Bruno, la leyenda del mbiguá. Antes pensó en la posibilidad de llevársela consigo a la tumba, pero se decidió al comprobar que para muchas personas, la muerte puede ser lo más parecido a una bendición.

Una tarde de abril, cuando ya los primeros fríos de otoño empezaban a mostrarse, lo invitó a sentarse en un banco de la galería, donde daba el sol hasta las últimas horas de la tarde, antes de perderse por detrás de los edificios vecinos. Los dos, parsimoniosos, meticuloso en el andar, se acomodaron como quienes van a realizar una ceremonia religiosa y antes de comenzar Alberto le explicó a Bruno que lo que iba a contarle era, quizá, lo último que llegue a decirle, porque se había decidido a tomar la ruta de mano única, y que cuando él esté también preparado para dejar este mundo, debía buscar a la persona indicada y contarle esta historia: "Entre los guaraníes, un pueblo sufrido y perseguido por el abandono y el olvido, existían muchas leyendas, pero la que debían saber todos los integrantes de esa población, por eso se transmitía junto con la ceremonia del comienzo de crear hijos (a las mujeres alrededor de los 13 años, a los hombres a los 16), era la leyenda del mbiguá. Cuenta esta leyenda que Uncas desde pequeño estaba perdidamente enamorado de Aratiri, comía pensando en ella, se bañaba en el río pensando en ella, defecaba pensando en ella, subía a los árboles pensando en ella, cazaba, pescaba, dormía, pensando en ella. Cuando tuvo la edad de crear hijos, se presentó ante el padre de Aratiri, llamado Jakare, uno de los guerreros más temidos por su valentía y vigor; quién tomó una decisión; para que pueda llevarse a Aratiri debía desde que saliera el sol, hasta que se ocultara, llenar tres canastas de pesca grandes hasta arriba de peces (era común, que entre dos hombres bien entrenados, llenaran una, en un buen día de pesca). Uncas, convencido que su amor podía con todo, aceptó el desafío.

El día señalado, todos los integrantes adultos de ese pueblo, incluyendo a Aratiri, estaban reunidos en los labios del río, desde antes que se asomara el sol; cuando su frente se hizo apenas visible y aparecieron los primeros rayos, Uncas se zambulló en el río y comenzó a pescar con las manos y una lanza bien afilada que el día anterior había preparado. Al principio lo hacía de prisa, luego, con el correr de las horas, cada vez más lento. Toda la jornada la gente no hizo más que comentar y discutir acerca de la energía que iba gastando en cada zambullida y cuánta le quedaría; incluso algunos hablaron con Jakare para que diera por superada la prueba antes de lo previsto, pero Jakare permanecía incólume, sentado, fumando su yerba para pensar; decidido a que Uncas supere el desafío. Cuando por fin el sol comenzó a perderse en el horizonte, Uncas con los músculos completamente agarrotados y ya sin fuerzas, tomó impulso para atrapar el pez que completaría la tercera cesta, las otras dos estaban completamente llenas. Entró al agua sin salpicar una sola gota fuera de la superficie, que se movía como si no lo hiciera. Todos se acercaron al borde, aguantando la respiración; un momento después dos hombres miraron a Jakare para que les permitiera ir a socorrer a Uncas, pero éste con la cabeza les indicó que no. Pasó el tiempo y Uncas ya no salió, algunas mujeres se consolaban entre sí y los hombres caminaban de un lado a otro sin saber qué hacer. Aratiri de tanta tristeza, cansada de llorar, se acostó entre las cestas llenas y se durmió. Cuando ya sin nada más por hacer, comenzaron los primeros hombres a caminar hacia sus chozas, de golpe apareció una bandada de mbiguá, eran 4 y se clavaron en el agua como flechas, en el lugar donde había ingresado al río Uncas por última vez. El asombro y el desconcierto hicieron que el lugar se cubriera con un manto de absoluto silencio, apenas interrumpido por el sonido de cinco pájaros negros saliendo del agua, de los cuales 4 se abalanzaron sobre las cestas con los peces y en un solo movimiento atraparon uno cada uno para volver a levantar vuelo; el último se dirigió hacia las cestas, se posó en medio de dos y levanto vuelo llevando a Aratiri dormida con sus fuertes patas y moviendo con energía sus poderosas alas negras, para perderse junto a las otras aves más allá del monte.

Desde ese día, creen los herederos de esa cultura, qué el mbiguá es un ave sagrada, qué representa el valor y la lucha por el amor".

Bruno estaba como hipnotizado, escuchando atentamente el final del relato, cuando una enfermera alta, con vos de fumar cada vez qué puede escaparse, les dice "ya es hora de entrar, se van a resfriar y después la culpa la vamos a tener nosotras".

Se levantaron con la parsimonia de los que ya no tienen nada que perder y caminaron uno junto al otro por la larga galería, a esperar lo que el destino estaba dispuesto a darles, de a gotas, casi sin ganas.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Hermoso!

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