Envases

 


          Estábamos en la Plaza de Morón, tomando cerveza después de una jornada laboral que se destacaba de las otras porque nos habían pagado el sueldo en esa institución que albergaba a niños con problemas psiquiátricos.

          Leo después de tomar del pico de la botella de Quilmes me la alcanza. Nunca me gustó la cerveza, no es algo que elegiría, tengo gustos más cercanos al Martini Rosso o en el mejor de los casos un buen whisky; pero la acepto como medio vinculante entre personas que disfrutan estar juntas. Leo tiene una calva incipiente a pesar de no tener más de 30 años, viste un ambo azul y zapatillas Topper blancas con déficit de higiene.

          Le pregunto por su pareja, una compañera que es maestra integradora, que se caracteriza por su muy poco sentido del humor, siempre seria, como si la vida tuviera una crueldad con ella que le resulta difícil de soportar y la vuelve oscura, amargada. Comenta que se fue temprano a la casa porque tenía un control médico en Moreno. Mira el reloj pulsera que tiene que acomodar para poder corroborar la hora y agrega “ya debe estar llegando al consultorio, tenía turno a las seis pero ella siempre llega media hora antes a todos lados”. Pienso que esa es otra virtud que no tengo.

          Veo que rebusca en su mochila de tela de varios colores y saca un cassette TDK que en la etiqueta blanca dice en letras esmeradas color verde, Vaquero – Melero. Me lo alcanza y explica “este es el último disco de Melero, una joya: o se hace rico o no hay justicia musical en la Argentina. Una belleza, escúchalo”. Hace una pausa y pareciera estar acomodando posibilidades en su cabeza. Casi con esfuerzo dice “vamos a casa, compramos para hacer una picada, 2 o 3 cervezas y escuchamos a Melero tranquilos, total Mercedes después del médico va para la casa de la madre, los jueves duerme ahí para cuidarla”.

          Tomamos el tren de la línea ex Sarmiento de Morón a Paso del Rey. Viajamos apiñados, apretujados, incómodos hasta Merlo, ahí bajó un ejército de personas y no subió casi nadie. De la estación de Paso del Rey vivía a unas 15 cuadras, así que emprendimos la marcha a pie; como no habíamos devuelto el último envase en el kiosko frente a la Plaza de Morón, fuimos comprando y bebiendo durante el camino, a un promedio de litro cada 5 cuadras; casi como esos autos viejos que para moverlos se gasta demasiado combustible, con poca eficiencia, pero con actitud.

          Hablamos de música, de pacientes, de compañeros, de proyectos. Con la ingesta se iba aflojando la lengua y las ideas sonaban todas inspiradas y ocurrentes.

          Unas cuadras antes de llegar para un tipo en una moto negra a unos metros de nosotros; veterano, como en sus 50 y pico, saluda con la mano y levantándose apenas el casco gris con adhesivos desteñidos dice “Stip, le trajeron a Lucho ayer, si querés pasar está todo bien”. Le tuvo que dar una patada a la moto para arrancarla y salir arando, haciendo un ruido desproporcionado. Noté un gesto de incomodidad en mi compañero, quizá se debía a que prefería no comentar sobre el tema, algo que hubiese preferido ocultar, por eso no pregunté nada; o si, le dije “¿por qué te dijo Stip?”, riéndose y tocándose la cabeza contestó “porque dicen que me parezco al cantante de REM”. Eso fue todo.

          Barrio humilde en el que vivía Leo, calles de tierra, algunos zanjones, muchas canchas de fútbol improvisadas y otras armadas con esmero (arcos de hierro y líneas marcadas con cal), miles de perros y chicos que iban y venían.

          Entramos por la puerta de alambre tejido, a la linga que la aseguraba le destrabó la cerradura de un tirón. Cerca de la entrada había una pila de ladrillos a la que le crecían yuyos por todos lados, indicando que hacía más de lo conveniente que esperaban ahí. Abrió la puerta de la casa levantándola y empujando suavemente como si fuera un objeto precioso. La cocina estaba ordenada, sin lujos, más bien humilde, decorada con esmero femenino. Dejé la mochila en un sillón de mimbre con almohadones color borravino y cuando iba a sentarme el dueño de casa sugiere ir a comprar “al almacén de Mingo, acá a la vuelta”. Eso hicimos, antes pasé por el baño, ya no aguantaba más; “acá no hay puerta, hay cortina, ojo con oler las bombachas de Mercedes”, indicó el anfitrión tentado de la risa.

          Salimos hacia la esquina y doblamos, a media cuadra había una casa donde en la parte superior de una ventana habían escrito “Almacen” con aerosol negro, hacía ya un buen tiempo. Tocamos timbre y apareció un tipo pelado, gordito, petiso, con musculosa blanca, pantalones cortos con el escudo de racing y ojotas desgastadas. Saludó con la cabeza y tuvo que tragar lo que estaba comiendo para preguntar que queríamos. Leo dice “un pedazo de queso, un salamín, maní salado, papas fritas y 2 cervezas”. El tipo, que sospecho sería Mingo, se queda mirándolo y dice “¿vos me trajiste las botellas de la otra vez?”, a lo que mi acompañante (¿o el acompañante soy yo? Pero eso mucho no importa porque el gordito, pelado, hincha de racing lo mira con ganas de querer cagarlo a trompadas), responde ofendido “se las dejé a tu hija ayer, no me rompás las pelotas”. El almacenero se aleja mirándolo a los ojos. Corta el queso con una cuchilla que intimidaría hasta a Gengis Kan, enorme, de mango blanco, con el que corta también el piolín de un salamín que lo unía a los demás; carga un puñado de maníes en una bolsita y la pesa, hace lo mismo con las papas fritas. De repente Leo me clava una mirada de desasosiego, noto en sus ojos la alarma de alguien que tomó una mala decisión, se equivocó u olvidó algo esencial y casi en un murmullo dijo “andá a casa a buscar envases de birra, que este no me los presta ni en pedo”. Entiendo a la perfección, camino rápido rogando que no salga ningún maldito perro con intención de morder, detesto a esos desgraciados animales. Se hacen eternos esos 100 metros. Para ingresar repito minuciosamente los movimientos que había visto hacer. Al entrar me asustó la figura de alguien apoyado en la mesa sollozando; Mercedes estaba sentada en la penumbra. Le pido disculpas por entrar así e intento explicarle que Leo me pidió que viniera a buscar unos envases y una bolsa (agregué lo de la bolsa para que no quedara tan chocante decirle “2 envases de cerveza”, nada más). Comienza a llorar más fuerte, con más ganas, mientras recita como un mantra “lo perdí, lo perdí, lo perdí…”. Salgo de la casa consciente de que nunca supe consolar a la gente en esos momentos cruciales en que lo necesitan, prefiero escapar, convencido de que cualquier intento de consuelo solo puede empeorar la situación. Me siento en un banco hecho de palos gruesos. Pasan 2 minutos y vuelvo a entrar, ella está como ida, mirando hacia una ventana que da al fondo del terreno; vuelvo a pedir disculpas, agarro la mochila y vuelvo a salir. Paso por el almacén de Mingo y Leo no está, me parece raro, “habrá ido a ver al Lucho ese”, pienso como alternativa viable.

          Le pregunto a unos pibes como de entre 10 y 12 años, que intentaban infructuosamente colocar la cadena a una bicicleta destartalada, para dónde queda la estación y uno señala con el brazo extendido apuntando en dirección hacia donde iba; solo tengo que continuar.

          Pongo en el walkman el cassette que me había prestado Leo, me coloco los auriculares y emprendo camino hacia la estación; comienza a oscurecer. Suena muy bien.

“Inventá tu ilusión

aunque parezca sin razón,

no sabés si habrá otro dia

y tu vida puede empezar hoy.

La tragedia te puede sorprender,

la muerte te va a encontrar,

pero recorriendo tu camino

sonriente de aquí te irás. …”.

Comentarios

Pablo Añón ha dicho que…
Es un relato intenso con una estructura muy interesante. Muestra sensibilidad y madurez.
Azul ha dicho que…
Atrapante relato, me gustó muchísimo
Arcbatours ha dicho que…
Muy bueno Claudio! Felicitaciones

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