Vale la pena ir a misa? - Jaime Bayly



Yo fui bautizado en la religión católica, no me confirmé porque me pareció
un acto saludable de rebeldía -del que, perdónenme la terquedad, no me
arrepiento-, dejé de ir a misa y rezar cuando cumplí los 18 años, y
durante mucho tiempo -más de 15 años- me mantuve alejado de la iglesia
católica y, por supuesto, de todas las iglesias. Me aparté de las
prácticas y rituales religiosos en los que fui celosamente educado por una
sencilla razón: porque pensé y sentí que las enseñanzas de la iglesia en
algunos de los temas que más conflictos me planteaban -por ejemplo, la
sexualidad- estaban divorciadas de la realidad y la sensatez. Le di la
espalda a Dios porque creí honestamente que su iglesia defendía unas ideas
que me condenaban a la infelicidad.
Esto que me pasó a mí no es nada atípico. Muchos jóvenes rompen con la
iglesia católica porque no encuentran en ella, en su prédica y su
liturgia, las respuestas a sus problemas, y porque perciben sinceramente
que las cosas que la iglesia dice están fuera de la realidad.
Hace más o menos un año, no sé bien por qué, volví a rezar. Trato de rezar
en las mañanas y en las noches, y también, todo hay que decirlo, cuando me
subo a un avión y recuerdo la fragilidad de la existencia humana. Quizás
sentí la necesidad de hablarle a Dios, a la idea de un creador supremo, de
un padre infinitamente bondadoso, sólo porque quería darle gracias por
tantas cosas maravillosas que me han sido dadas -mis hijas, la familia, el
amor, la salud- y porque quería contarle, a mi humilde manera, los asuntos
que me inquietaban y para los que no hallaba una respuesta satisfactoria.
Descubrí entonces que rezar me hacía bien, me devolvía una cierta paz
interior, y que ese ejercicio de meditación bien podía llevarlo a cabo sin
tener que ir a la iglesia a participar de un rito colectivo. Desde
entonces he seguido rezando, y así está bien para mí.
Tengo la idea mediocre de que rezar debería ser, ante todo, un acto de
humildad y gratitud; que la idea de rezar no es plantear un pliego extenso
de pedidos y favores -que me suban el sueldo, que me quiera esa chica, que
gane mi equipo de fútbol- sino más bien dar gracias a la vida, a la
naturaleza, a la idea de una justicia superior; y que es bueno rezar
cuando te va bien, porque seguramente rezarás cuando te vaya mal -y en
algún momento, no lo dudes, te verás ante el dolor, la pérdida, el
sufrimiento o la enfermedad.
Pero no me bastó con rezar en la apacible soledad de mi cama. Decidí
también ir a misa. Volví a misa después de muchos años. Fue un momento no
exento de emoción. Me animé a ir a misa no porque estuviese de acuerdo con
todas las ideas que la iglesia católica postula y defiende en materia de
moral personal, pues sigo pensando respetuosamente que muchas de ellas son
equivocadas, sino porque sentí que era también una manera de decirle
gracias a Dios por tantas cosas buenas con las que me ha bendecido y, así,
darle un pequeñísimo testimonio de mi amor.
No voy a misa todos los domingos, y me apena decir esto. Trato de ir todas
las semanas, pero en ocasiones estoy de viaje y se me hace difícil, y
otras veces, lo confieso, me derrotan la pereza y la frivolidad,
tentaciones a las que sé dejarme caer con facilidad. Pero podría decir sin
mentir que voy a misa casi todos los domingos.
Sin embargo, nunca me provoca ir a misa. Porque creo -que nadie se ofenda,
por favor- que la misa de la iglesia católica es una ceremonia
profundamente aburrida. Uno va a obedecer un ritual estricto: debes
repetir unas oraciones antiguas que a menudo ni siquiera entiendes bien,
debes oir al sacerdote decir cosas no siempre muy iluminadas, debes
repetir con sumisión unos cánticos y unas posturas, debes en suma ser uno
más del rebaño y hacer exactamente lo que te digan. No hay la menor
posibilidad de que te expreses libremente, de que digas algo tuyo,
personal, íntimo, verdadero, de que alguien se salga por un momento del
libreto y le dé a la ceremonia un momento de realismo, de verdad. Todo es
demasiado lento, demasiado igual, demasiado repetido y vacío. Basta con
dar una mirada rápida para advertirlo: no soy yo el único que se aburre en
la misa, muchas otras personas están ahí sólo para cumplir, pero sus
miradas distraídas y la morosidad de sus gestos suelen delatar que no
están plenamente allí, que se están aburriendo con la digna convicción de
que ése es un mal necesario, de que la misa es una obligación aburrida
que, bueno pues, hay que cumplir para que cuando mueras te vayas al cielo.
Y yo creo que es un error ir a misa por miedo. No se trata de ir a misa
por temor a las represalias de un Dios intransigente y furioso que nos
castigará por no cumplir sus estrictas ordenanzas. Se trata de ir por
amor, porque tenemos ganas de ir, porque vamos a aprender algo valioso
allí, porque vamos a salir sintiéndonos mejores.
Por eso creo que la misa debería cambiar. ¿Quién soy yo para decirlo?
Nadie. Apenas un tontuelo despistado que está de paso por aquí como todos
los demás. Pero lo digo con cariño y respeto: si la misa es aburrida y los
jóvenes no van y la gente sólo repite sumisamente lo que le dicen y poco o
nada de aprende, ¿por qué no hacerla más libre, más moderna, más conectada
con los problemas y desafíos de estos tiempos?
A mí me gustaría ir a una misa donde no sólo hable el sacerdote. ¿Por qué
no puede hablar también la gente, los creyentes? ¿Por qué, en lugar de
escuchar todos calladitos al padre, no podemos hablar también nosotros? Me
gustaría que la misa sea una creación libre y personal, que cada uno
aporte a ella sus inquietudes más sinceras, y que las oraciones sean no
una repetición mecánica de credos y padrenuestros que decimos ya de
paporreta, sin siquiera pensar en ellos -igual como cantamos el himno
nacional: com zombies casi- sino una expresión de nuestros pensamientos
íntimos y verdaderos. Imagínense por un momento esto: que el sacerdote le
pida a la gente que le cuente sus problemas, y que el micrófono circule, y
que las personas se pongan de pie y cuenten libremente sus agobios, sus
pesares, sus dudas y conflictos, y que el padre puede decirles lo que la
iglesia les aconseja, y que entonces, en esa asamblea de la vez donde
todos tienen voz y voto -todos: también las mujeres, los gays y
bisexuales, los que se divorciaron, las que abortaron, los que hacen el
amor antes de casarse: todos, porque ¿acaso Dios no es todo perdón y
bondad, acaso Dios no es la sabiduría infinita que entiende bien de
nuestra miserable condición humana?-, y donde, al final de ese diálogo
fecundo, uno pueda encontrar respuestas a las preguntas más quemantes y
perturbadoras que la vida misma nos plantea. A mí me gustaría ir a misa
para decir las cosas que tenemos en la mente y en el corazón, y no para
decir cosas de paporreta. A mí me gustaría ir a misa para que hablemos
todos, y no para que hable el cura mientras los demás pensamos: ojalá se
acabe rapidito el sermón. A mí me gustaría ir a misa para aprender y no
para sentir que la iglesia está anclada en otro siglo defendiendo unas
posturas y unos valores que no siempre contribuyen a la felicidad humana y
a la excelencia personal. A mí me gustaría ir a misa con la misma ilusión
con la que voy al cine, y salir hablando de ella como sale uno hablando de
una buena película.
Mientras todo siga igual -y mucho me temo que así habrá de ocurrir-,
seguiré tratando de ir a misa todos los domingos para decirle gracias a
Dios por todas las cosas buenas que me ha dado.
Que Dios los bendiga (y me perdone).

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