Una noche en lo de Tinelli - Andrés Burgos


Empieza el programa Showmatch Bailando, conducido por Marcelo Tinelli. Estoy entre el público porque he sido traído como parte de las actividades del Filba. Se trata de una inmersión para que escriba mis impresiones personales, que ya de entrada se amontonan desordenadamente porque la avalancha de estímulos es inconmensurable.
Siento que una simple enumeración de lo que me invade por ojos y oídos bastaría para cumplir con la tarea. Hay luces ubicuas, hay música atronadora, hay gritos y cánticos de parte de un grupo de adolescentes de provincia, hay argentinas con el pelo teñido de un rubio más rubio que el que podría ostentar la más rubia de las suecas. Hay guardaespaldas de traje y corbata que miran al público con audífonos en sus oídos y actitud de estar cuidando a un mandatario. Están las divas del jurado, llenas de años, colágeno y cirugías. Nacha tiene más de 70 y usa minifalda. Moria no debe ser mucho menor y carga un perro chihuahua que mira a todos los lados con la misma expresión de aturdimiento que debo tener yo en estos instantes. Está Tinelli, que desde el inicio arranca a hablar y no para jamás. Hay chistes cruzados. Entiendo la mitad de lo que dicen, pero me arrebatan varias risas, todo hay que decirlo.
Hay mucho, hay demasiado. Enumerar resultaría suficiente. Pero voy a ir más allá. Todo esto me ha puesto a pensar. Seguramente somos pocos a quienes Tinelli pone a pensar. Debo ser un tipo raro. Tal vez me distraigo porque estoy asistiendo a un programa de televisión como si oyera radio. No se requiere más hasta el momento y tengo la libertad de quien no necesita más que un sentido para seguir el hilo de una historia. Había fijado mis expectativas en escribir algo a partir de la metáfora de la danza, pero van quince minutos y no hay baile. Todos hablan y hablan. Y cuando no hablan, están tomando impulso hablar. Quizás tuve falsas esperanzas al suponer que en algo llamado “Bailando” iban a bailar.
El caso es cuento con el tiempo para analizar el carácter de esta invitación. Me pregunto si en Colombia harían algo así con un escritor invitado a un evento. No lo creo. Seguramente el destino habría sido un lugar turístico o un emprendimiento ejemplarizante. Allá no se permitirían un ruta ambivalente para un visitante. Me alivia que acá haya resultado diferente. Algo ejemplarizante habría sido increíblemente aburrido.
Y ahora no me aburro ni de casualidad. No importa que el primer acto de baile hubiera llegado casi a la media hora de programa, consistiera en una coreografía aparatosa de no más de dos minutos y en un abrir y cerrar de ojos estuvieran de nuevo hablando sin parar. Esto me deja espacio para seguir cavilando.
Sigo dándole vueltas a la misma idea. No veo posible que en Colombia permitieran llevar a un escritor extranjero a uno de nuestros programas televisivos circenses como parte de su paso por un festival literario. Se opondrían en el departamento comunicaciones. El agregado cultural pondría un grito en el cielo. Alguien encargado de las relaciones públicas se infartaría. Un él o una ella. Da lo mismo. Serían iguales. Bienintencionados, sonrientes, carentes de humor, llenos de preconcepciones y dictatoriales en la eficiencia cordial.
Así somos un poco también los colombianos, si de generalizar se trata. Es una cuestión de autoestima, concluyo mientras Tinelli habla, la enana Feudale habla, hablan los participantes, hablan los jurados y nadie parece acordarse de bailar. En mi país nos esforzamos demasiado por gustar a los demás, queremos que nos visiten, que piensen bien de nosotros, que nos palien las inseguridades. Las cicatrices de una historia turbulenta, los traumas de haber sido parias y señalados nos empujan a menudo a ser obsequiosos, a esforzarnos en la expiación de culpas que a veces no nos están endilgando o que no van a aliviarse o a empeorar porque tengamos programas de televisión con luces que causan convulsiones, flacas equinas con el culo al aire, futbolistas retirados que capotean los chistes de doble sentido del presentador y una transexual que canta “yo soy la gata, miau, miau, miau”.
Antes de traerme al programa de Tinelli, todos los argentinos involucrados en mi visita juraron no verlo. Sin embargo, hacían gala de una sospechosa claridad sobre su dinámica y el historial de sus protagonistas. Aparte de una risita nerviosa en la contextualización de rigor, no hubo mayor tono de disculpa. A nadie se le ocurrió explicarme que no todos los argentinos son así. Una desprevención que parecerá lógica pero que me encantaría encontrar más a menudo en mis compatriotas al hablar de nuestras cosas. Mi hipótesis es que los colombianos nos escudamos en los cómodos clichés para obviar ángulos que condensan mucho de nuestro verdadero sex appeal. Parte de la culpa la tiene el dolor, pero no toda.
Los recuerdos más significativos que me llevo de los lugares que visito suelen rehuir la postal. Y aunque pueda sonar absurdo, la visita a este programa de habladores duchos y bailarines precarios es uno de ellos. No lo digo por demagogia. No soy un colombiano desesperado por complacer. Sucede que con esa invitación al fondo de un corredor de la argentinidad me sentí como cuando tu anfitrión te da licencia para que abrás la heladera y te sirvás vos mismo, no importa que veás allí un queso podrido y un recipiente con una sopa prehistórica, porque en el gesto va implícita la aseveración de que esta también es tu casa. Y todos tenemos quesos podridos y sopas prehistóricas en la heladera. La eliminación del protocolo es una forma de abrazo cálido.
Además, el fisgoneo terminó siendo un motivo para cuestionarme sobre la identidad. Y lo agradezco, porque es un ejercicio que no me resulta sencillo ni suele salirme naturalmente. Algo tendrá que ver que soy colombiano. Siempre he sostenido que pueblo que perrea no se sicoanaliza. Y en Colombia abunda el reguetón. Nos gusta más mover el culo que hacernos preguntas incómodas. Así que conviene aprovechar las oportunidades que haya para pensar, para hablar, entre baile y baile, aunque sea bajo la improbable mayéutica que habita detrás de los diálogos de Tinelli.
Y en cuanto a su vocación para el baile, mi querida gente argentina, por favor, síganse sicoanalizando.

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