Pancitos y mermelada de damasco


Enciendo la hornalla inferior izquierda de la cocina, coloco la pava (a la que previamente cargue hasta la mitad con agua), sobre la hornalla; levanto la cabeza dirigiendo la mirada hacia el sector donde usualmente guardamos galletitas, tostadas, budines y cosas así; recuerdo en ese preciso instante que un estante más arriba debe estar el paquete de harina en el cual Ana nos cargó una buena cantidad de pancitos caseros que ella hace. Efectivamente, ahí está el paquete, dentro sólo quedan cuatro pancitos. Abro uno con el cuchillo y buscó en la heladera algo con qué acompañarlo. Encuentro una mermelada de damascos que hizo y nos regaló la dueña de la casa que alquilamos en el verano en San Rafael, Mendoza. Es deliciosa, sabrosa, perfumada, de un color más oscuro que las mermeladas que se fabrican de forma industrial. Lo malo es que queda muy poco, casi nada. En el frente del frasco, esta dadivosa dama, quizás con la ayuda de sus hijos, pegó un papelito (es admirable que no se haya despegado con tanto traslado), que dice "mermelada de Damasco 12/18". 

Esta situación me remite (mientras coloco un saquito de Mate cocido en una enorme taza verde de plástico, apago la pava que silba con ganas y eyecta vapor por el pico, vierto el agua caliente en la taza), a una película que creo que se llama "Como agua para el chocolate", donde una dama preparaba la comida con una tristeza tal que sus lágrimas caían sobre lo que estaba cocinando, entonces los comensales al probar esos platos, se sentían también embargados de una tristeza tal que terminaban todos llorando. También a otra situación, a una clase que tomamos en un curso de ambientalismo, donde un docente sumamente comprometido con el tema (todos lo eran), comentaba que cuando comemos una manzana estamos comiendo también el sacrificio, la esperanza, la angustia de quien la cultivó, luego cuidó y cosechó; así también como el apuro y el cansancio de quien la trasladó, la necesidad, confianza e ilusión de quién nos la vendió. "No sólo comemos manzana, comemos miles de sentimientos que vienen con ella", explicó. 

Miro el pancito, lo huelo, tiene aroma a harina amasada extrañando nieta, a los dulces recuerdos de momentos compartidos, en la angustia de pensar que puede estar necesitando algo, en la hermosa idea de un próximo encuentro, en abrazarla, en no abrumarla, porque ella no tiene idea de todo lo que representa, de lo imprescindible de su voz aún a la distancia.

"Hice esta mermelada a fin del año pasado, porque los damascos se caían al suelo de tantos que dio aquella planta, y le dijimos a los vecinos que vengan a buscar pero no apareció ninguno, entonces juntamos los que pudimos y me puse a hacer mermelada; todavía tengo unos cuantos frascos, es rica, tiene buen sabor, que la disfruten" nos dijo la generosa esposa de Jorge cuando nos despedimos en las últimas vacaciones.

Unto en una mitad del pancito, una cucharadita medida de mermelada de Damasco; mastico con calma, saboreando despacio, disfrutando, y lo acompañó con un trago de mate cocido (aromático, no tan caliente y dulce). Termino esa mitad y tengo que pasar varias veces la cucharita por dentro del frasco para poder cubrir la superficie plana de la otra mitad del pancito. Una delicia acompañada de imágenes de San Rafael, de Bariloche, de San justo; un desayuno con tintes de hermandad cósmica.


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