La sombra del lunes

Mi hermano menor, Diego, nos envió este escrito vía mail. Espero que lo disfruten.

Como les va. Comparto este texto justo hoy, domingo.
La sombra del lunes
Santiago Kovadloff

Bien se lo sabe: con el viernes que se va suele llegar la deliciosa posibilidad de negar, por cuarenta y ocho horas y aunque sea a medias, nuestra ardua condición de expatriados del paraíso; esa benéfica pausa en la que buscamos redimirnos del tiempo vulgar y del desencanto, olvidando que el domingo a la tardecita se desvanecerá, fatalmente, la ilusión de haberlo conseguido. Porque el domingo a la tardecita, se lo quiera o no, cae sobre nosotros la implacable sombra del lunes.
No diría que es dolor, ni crispación, ni angustia. Tampoco es desaliento aunque se le parece. ¿Cómo definir los efectos que provoca la sombra del lunes? ¿Esa suave desolación que nos envuelve en el ocaso del domingo?
A medida que se expande la sombra del lunes se desmorona en nosotros, como una torre de sueños, el mentado júbilo del viernes a la noche, la honda laxitud del sábado, el apacible bienestar que envolvió nuestro domingo hasta la seis de la tarde. Una vaga inquietud comienza entonces a insinuarse mientras el cielo se opaca y el encanto postrero del fin de semana se evapora lentamente con la luz.
Estemos donde estemos: en la quinta, bordeando las dudosas aguas azules de un lago, bajo árboles frondosos, ante una cálida taza de té o en la fiel reposera del patio, la sombra del lunes tiñe de pronto el paisaje y penetra el alma.
Cuando niño, yo creía que sólo nosotros, los pibes, éramos víctimas de la sombra del lunes. La peste, por lo general nos alcanzaba bajo la forma de un bochornoso mandato: el de hacer los deberes, escrupulosamente elúdicos, una y otra vez, desde la tarde del viernes.
Pensaba, por aquel entonces, que bastaría terminar la escuela y estrenar los "largos" para disipar ese quiste del disgusto. Pero no fue así. Así es como hoy, dejando ya los cuarenta, compruebo que el tajo leve y ardiente que se nos abría en las últimas horas del domingo, sigue estando allí y que responde, en esencia, al desasosiego de comprobar que no hay modo de reafiliarse al ilusorio sindicato de la eterna felicidad. O, para decirlo en otros términos y de una buena vez, ese tajo tiene que ver con la tristeza férreamente personal, discretamente silenciada y sin embargo tiernamente compartida, de verificar que todos somos mortales. Por ello y por último, me queda el consuelo de presumir que si bien esta irregular reflexión no ha servido para aclarar por qué los musulmanes santificaron el viernes, los judíos el sábado, los cristianos el domingo, permite, al menos entender por qué disfrutamos buena parte de esos tres días como paganos.


La foto, reciente, es de Alejandro Dinamarca. Forma parte de La Plata ahumada.

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